Desde madrid
Vuelta a Isla Grande
Al pasar los años la memoria se fija. Las muescas en el alma, su escandaloso silencio y su rugido de mar no dan tregua nunca; visitan, quiera uno o no, la vida cotidiana para restregarnos el miedo.
- Pedro Crenes Castro (Escritor)
- - Actualizado: 22/2/2015 - 03:41 am
Mi abuelita Chela me pagó el uniforme y el jefe nacional Rover me pidió que dirigiera para ese domingo, a modo de pensamiento espiritual, unas palabras a los participantes de lo que sería mi primer y único ENARO (Encuentro Nacional Rover). Era el verano de 1990 y teníamos toda la vida por delante. El destino, Isla Grande, en el atlántico colonense.
Del viernes 9 de febrero al domingo 11, nos reuniríamos para hablar de nuestros asuntos, conocernos y juntos proyectar el futuro de nuestra rama. Éramos la culminación de un proceso de transmisión de valores que comenzó, en la manada de lobatos y pasó por la tropa Scout. Iban a ser días radiantes de verano para un puñado de buenos jóvenes.
Al pasar los años la memoria se fija. Las muescas en el alma, su escandaloso silencio y su rugido de mar no dan tregua nunca; visitan, quiera uno o no, la vida cotidiana para restregarnos el miedo que creemos tener atado en corto. Veinticinco años después me veo sentado con mi patrulla almorzando y un rover chiricano, empapado, nos dice que se habían caído siete compañeros al agua. Corrí con la certidumbre de que nada es imposible para el rover, queriendo recoger palos y ramas de palma largas para tenderlas a las manos zozobrantes de mis amigos, y la voz del chiricano en la carrera diciendo que eso no sirve y constatar, al llegar al lugar de la tragedia, Punta Miraculo, que solo una muchacha flota por su vida. Me agarraron, iba a tirarme al agua, y me dijeron que no se podía, y por primera vez supe que hay muchos imposibles para el rover, para todo ser humano.
El mar, ese que Alberti pintaba en su poesía, rugía, amenazaba con tragarse la isla. Las olas atlánticas reventaban violentas contra los arrecifes.
Miro los recortes de prensa. En internet no hay información sobre aquel suceso. El domingo por la mañana me tocó hablar, uniformado y sin saber bien qué decir. No recuerdo qué dije. Me veo delante de un grupo consternado que buscaba respuestas y asideros para continuar. En la ciudad de Panamá, la noticia saltó esa mañana de domingo. La tristeza y la confusión tomaron mi casa y no hubo paz hasta que llegué. Mi hermano abrió la puerta y le abracé fuerte, le dije que no pude hacer nada. Pablo me consoló de mi tristeza abrazándome más fuerte.
Un día de verano, sentado en una playa española con el miedo en el alma, mi hija mayor me dijo “vamos”. Lucía, mi niña valiente a sus escasos tres años, que domaba las aguas con su inocencia de sirena en ciernes, me llevaba del dedo índice hacia el agua. Iba detrás de ella y el mar apenas susurraba espuma de estío. Aquel día mi hija me devolvió el mar de Alberti, derrotó mis viejas tristezas. Recordé a Alain, a Claudio, a Nelson y a Omar.
En la memoria, vuelvo a Isla Grande para visitar las ausencias. Veinticinco años después, las imágenes permanecen nítidas, “Siempre listo” el recuerdo y la mano izquierda, cercana al corazón, tendida en saludo fraterno, donde se lleva a los compañeros ausentes y no hay lugar para el olvido a pesar del miedo, a pesar del tiempo.
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