Desde Madrid
Sobre Enrique y su cianuro enriquecedor
Las mujeres y los hombres que quieren cobrarle un peaje a la libertad van muy mal encaminados. La libertad, como el aire, como la materia oscura del universo, no admite acotaciones ni fronteras.
- Pedro Crenes Castro (Escritor)
- - Actualizado: 06/7/2014 - 03:00 am
Enrique me persigue. Lo dejé escrito hace ya un lustro cuando supe que la situación se prestaba para uno de esos textos que a él y a mí tanto nos gustan. “Te recomiendo el cianuro”, me dijo un día que me lo crucé en cierto artículo y le respondí que eso daba para una obra de teatro. “Sí, panameña”, le repuse a su gesto sorprendido y se rio con aire de Dylan, misterioso.
Ese reciente encuentro con Enrique, propiciado por un escritor patrio, me ha devuelto a una de las más encendidas y cinematográficas defensas (también literaria) de la libertad individual: “El manantial”. King Vidor llevó a la gran pantalla el novelón (más de 700 páginas) de Ayn Rand, protagonizada por mi hombre favorito del cine, Gary Cooper, el actor al que mejor le sienta el blanco y negro.
“El manantial” narra la historia de Howard Roark, un arquitecto que prefiere su libertad creativa e individual a seguir los dictados de la mayoría, lo que en palabras de Enrique son “los colectivos de cuervos que censuran a aquellos que se distancian de lo que mastica el vulgo”. El alegato final de Roark, en el juicio al que es sometido, es el argumento preciso sobre la necesidad de la libertad creativa e intelectual del individuo sobre la mayoría.
Como Roark, muchos decidimos estar al margen. La fidelidad a uno mismo, a sus ideas, a su estética, es la base del compromiso adquirido con los que nos rodean. Buenas son las palabras citadas por Enrique del cantautor catalán Raimon: “Yo no soy de los míos, cuando los míos quieren que sea como ellos querrían y no como saben que soy”. Esa es la clave. Unidad en la diversidad como diría Ortega y Gasset. Esencia del espíritu del escritor. “No se puede concebir un cerebro colectivo”, dice Roark en su alegato.
Las mujeres y los hombres que quieren cobrarle un peaje a la libertad van muy mal encaminados. La libertad, como el aire, como la materia oscura del universo, como los sueños, no admite acotaciones ni fronteras. El profesor José Luis Aranguren dijo una vez que el ser humano prefiere en general la seguridad a la libertad y desde entonces procuro moverme siempre en el terreno de la libertad, la seguridad, es lo de menos.
¿Pero qué asegura comulgar con la común corriente de pensamiento, con el canon, con los supuestos héroes críticos, estéticos o históricos? ¿Un lugar en las ya de por sí abultadas listas de cepillones, lambones y aduladores? No. Mi libertad va más lejos, tan lejos como mi ignorancia impulsa mis deseos de aprender. Citando a Ortega otra vez, me siento poseído por una profunda pasión por saber. Cuando voy a la biblioteca o entro en una librería siempre me digo lo mismo: ¡Cuánto queda por leer! Bendito deleite, qué gran invento el libro y me sumerjo en mi tarea de escribir pensando en la siguiente lectura, en el próximo libro.
Hay que rebelarse contra las servidumbres, empezando por las intelectuales y estéticas. La literatura, más que el resto de las artes, es de una subjetividad tan grande que produce exégesis diversas y encontradas que no hacen más que enriquecer los debates. No hay reglas, no hay cánones, no hay listas: solo hay historias de amor o muerte y una infinidad de enfoques sobre ellos. Podemos reír o llorar, tragedia o comedia, nada más, y esto es invento de los griegos. Es más, ni siquiera la literatura panameña escapa a la libertad de exégesis y esto que le quede claro a todos los lectores.
“¿Y el cianuro teatral?” me preguntó Enrique. “Encapsulado” le contesté. “¿Autor?”, preguntó. Enrique Vila-Matas, mi perseguidor no se creyó que un tocayo suyo (Jaramillo Levi) consiguiera encapsular en teatro el cianuro. “¿Y es bueno?”. “Sí, sobre todo para más de un crítico rabioso”, y volvió a reírse misterioso como siempre.
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