Historia en la clase de Ciencias
- Ariel Barría Alvarado (Profesor de Lengua y Litera
Corría el mes de junio de 1973; cursaba yo el segundo año de secundaria en el Primer Ciclo de Las Lajas, en Chiriquí; por ese entonces, una duda me asaltaba cada vez que emprendía la lectura de un texto histórico, y era que no lograba descifrar el presentido misterio de la enunciación de las fechas mediante siglos. Es decir, cuando me decían que la vida de Platón se extendió del siglo V al IV a.C., mientras que la de Bolívar iba del XVIII al XIX de nuestra era, mis cándidas neuronas decretaban su renuncia irrevocable al cargo de procesadoras de información (aunque renunciaban a esa renuncia poco después).
Con esa falencia estructural en mi bagaje, era lógico que no pudiese captar el modo en que los hechos de la Historia iban forjando el perfil de la humanidad, y así hubiese continuado quién sabe por cuánto tiempo, si no es porque aquel día me atreví a plantearle la duda al profesor de Ciencias, Félix Berroa, cuyo carácter jovial no le impedía formular comentarios incisivos que cohibían a más de uno.
Tuve la suerte de que él acogiera con buen gesto mi pregunta y pospusiera la lección del día, que era sobre los nombres científicos de las plantas (a propósito, ese tema me gustaba, aunque varios de mis compañeros se desesperaban el tener que aprenderse nuevas denominaciones en una lengua muerta para productos archiconocidos que no solo nos mantenían vivos, sino que colaborábamos a diario con su producción: zapallo, Cucurbita pepo; yuca, Manihot utilissima; tomate, Lycopersicum esculentum; guineo, Musa paradisiaca; maíz, Zea mays…)
Recuerdo al profesor, terminando de borrar el tablero para emprender la explicación, cuando surgí yo con la pregunta extemporánea. Lo pensó por tres segundos; enseguida, con un “Eso es fácil, fíjate”, dibujó una raya horizontal que cubrió la mitad del tablero, y en el centro una rayita vertical coronada por un cero, mientras iba diciendo que el tiempo es uno y continuo, y que poco le importan las ganas del hombre por aprisionarlo con fechas, pero que en ellas nos basábamos para entenderlo y para ubicarnos.
“Este cero de aquí es el año en que nació Cristo”, fue narrándonos, “la base de nuestro calendario; a partir de ese momento, aunque ocurrió mucho después de su muerte, los hombres comenzarían a marcar el calendario, con los ajustes que fueron necesarios, hasta hoy…”.
Algo debió notar el profesor Berroa, quizás una duda no expresada, porque aclaró: “Y para entender mejor lo que ocurría antes del cero, contarían ese tiempo del mismo modo en que caminan los cangrejos…” Y esa pausa la completé yo con una deducción magistral que marcaría el fin de las tinieblas para mi comprensión del abismal misterio: “¡Para atrás!”.
Luego mi profesor de Ciencias colocó otras rayas verticales, adelante y atrás del cero inicial: “Cada 100 años es un siglo: siglo primero después de Cristo a la derecha, y siglo primero después de Cristo a la izquierda… Así hasta llegar a este año de 1973, que se determina sumando el 19, que vale por mil novecientos años, y los otros 73 ya recorridos, que representan otro siglo; es decir, 19 más 1, ¿en qué siglo estamos?” Ahora la respuesta de la esclarecida audiencia fue unánime: “¡Siglo veinte, profesor!”.
Después de aquella mañana de junio, en esa clase de Ciencias, la Historia ha sido siempre para mí una amiga tierna, complaciente, que acude cada vez que la llamo y se tiende sobre mis rodillas a contarme historias, con la única condición de que le rasque la espalda.
Que la palabra te acompañe.
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